lunes, 13 de abril de 2009

El Dorado

Vladimir Kush. El Dorado
Tiempo tenía sumido en ese nuevo vivir, cuando un día llegó a "El Altar" un indio de una raza distinta de todos los que por allí se conocían. Hablaba algunas escasas palabras espñolas y veía con asombro las gentes.
Don Carlos de Arcedo habló con el indio, y aquella conversación fue definitiva en su vida.
Venía del Sur, del remoto Sur, de las hondas tierras vírgenes, adonde el blanco aún no había llegado.
-Rico -dijo el indio, y mostró a Arcedo varios pedazos de oro puro que traía escondidos entre hojas de plátano.
-¿Dónde lo encontraste?
-¡Allá!...
Fragmentariamente, casi por señas, haciendo adivinar las palabras, le construyó la visión de un reino fantástico. Decía venir del fondo de un mundo ignorado. Andando, había visto pasar más de cien lunas. Bajo sus pies cambiaba el aspecto de la tierra. Salió de hondas mesetas, pasó sierras interminables, en las que los árboles no dejan entrar el sol, montañas de sombra verde. Vio pájaros como joyas, parásitas gigantes, tigres de seda amarilla, venados blancos. Atravesó llanuras, sin ver en días enteros otra cosa que la llanura desnuda. Cruzó ríos anchos como el mar, donde duermen todas las lluvias. Bajo sus pies, el mundo daba vuelta. Venía de lejos. Había visto lo que apenas se vislumbra en los sueños. Una tarde, allá en lo hondo de lo remoto, desde la orilla de un lago violeta, vio la otra orilla, y en la otra orilla una ciudad de oro que parecía incendiada; en el resplandor inmenso ardían el aire y la tierra. Con mil colores chocaban en chorros de reflejos piedras rojas y piedras verdes y piedras blancas como un pedazo de sol. El fuego de la luz estremecía el agua.
Don Carlos sentía que por aquella boca algo lo llamaba irremisiblemente.
-¿Estás seguro de haberlo visto?
-Sí, mi amo.
-Si lo has visto, El Dorado existe y es posible encontrarlo.
Don Carlos de Arcedo no pensó en nada más. Organizó una expedición con treinta indios y diez españoles, y con el guía deslumbrado se pusieron en camino una madrugada en el nombre de Dios. Iban poseídos de una infinita ansia.

Las lanzas coloradas
Arturo Uslar Pietri

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