martes, 28 de julio de 2009

Peter Camenzind

Hermann Hesse en 1927. Fotografía de Gret Widman.
Siempre permanecerán también en mi memoria los días de mi estancia en Génova. Me acuerdo de un día claro y ventoso, poco rato después del mediodía. Yo estaba apoyado en una ancha balaustrada; detrás de mí estaba la pintoresca ciudad y ante mis ojos tenía el ancho mar. El mar. Con obscuros rugidos e incomprensibles anhelos me salió al encuentro, perenne e inmutable y yo advertí entonces que algo me ataba ya por vida y muerte a aquel mar azul y atrayente.

El vasto horizonte me causó también gran impresión. Volví a ver en él, como en mis tiempos infantiles había visto en la inmensidad azul del cielo, un anhelo de lejanía. De nuevo tuve la convicción de que yo no estaba hecho para la vida hogareña y reposada entre los hombres, en el seno de las ciudades y de la casa, sino para la libre existencia en las montañas o el continuo navegar por el mar y el obscuro impulso volvió a surgir en mí, el viejo y melancólico anhelo de echarme en el pecho de Dios y hermanar mi minúscula vida con lo infinito y lo perenne.

Peter Camenzind
Hermann Hesse

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