miércoles, 14 de octubre de 2009

Moby Dick

Rockwell Kent. El Pequod. Moby Dick.
Hay en ese extraño caos que llamamos la vida algunas circunstancias y momentos absurdos en los cuales tomamos el universo todo por una inmensa broma pesada, aunque no logremos percibir con claridad en qué consiste su gracia y sospechemos que nosotros mismos somos las víctimas de la burla. Sin embargo, nada nos desalienta, nada nos parece digno de disensión. Engullimos todos los acontecimientos, todos los cultos, todas las creencias y persuasiones, todas las cosas difíciles, visibles e invisibles, por indigestas que sean, como un avestruz de estómago poderoso engulle balas y pedernales. En cuanto a las dificultades y preocupaciones sin importancia, las perpectivas de ruina imprevista, los riesgos de la vida y el cuerpo, todo eso, incluso la muerte misma, nos parecen golpes ingeniosos y sin mala intención, alegres puñetazos en los costados que nos da el invisible y misterioso viejo bromista. Esta especie de humorismo caprichoso de que hablo nos sobreviene sólo en circunstancias de extrema aflicción, en medio de nuestra seriedad misma, de modo que lo que poco antes parecía cosa de enorme importancia, al fin nos parece sólo una parte de la burla universal. Nada puede engendrar este modo de filosofía risueña y temeraria como los peligros de la caza de ballenas; y con ella consideré yo entonces el viaje del Pequod y su meta, la gran Ballena Blanca.

Moby Dick
Herman Melville

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