lunes, 5 de abril de 2010

Cuadernos de un escritor


William Somerset Maugham, 1944. Fotografía de Alfred Eisenstaedt.

1944
A título de postscriptum. Ayer cumplí setenta años.

Mi cumpleaños pasó sin ceremonias. Trabajé como de costumbre por la mañana y por la tarde fui a dar un paseo por los bosques que hay detrás de mi casa. Jamás he podido averiguar qué es lo que da a esos bosques su misterioso atractivo. Son bosques como no he visto nunca. Su silencio parece más profundo que cualquier otro silencio. Los cedros macizos, con su robusto follaje, están festoneados por el gris de los musgos como una mortaja hecha jirones, las heveas en esta época carecen de hojas y los racimos de bayas de los arbustos están secos y amarillos; aquí y allá algún alto pino, con su rico verde rutilante, se eleva por encima de los demás árboles. En estos bosques abandonados e incultos hay una curiosa extrañeza, y aunque vaya uno solo, no se siente solo porque se tiene la extraña sensación de que seres invisibles, ni humanos ni inhumanos, flotan alrededor de nosotros. Algunas veces, por detrás de un árbol, parece asomar una sombra que nos contempla pasear. Hay una atmósfera de suspensión, como si todo lo que hay alrededor nuestro estuviese esperando que algo ocurriese.
Regresé a casa, me preparé una taza de té y leí hasta la hora de la cena. Después de la cena me entregué de nuevo a la lectura, hice un par de solitarios, escuché las noticias en la radio, cogí una novela policíaca y me fui a la cama. La terminé y me dormí. Salvo algunas palabras dirigidas a mis sirvientas no había hablado con un alma en todo el día.

Cuadernos de un escritor
William Somerset Maugham

1 comentario:

Ar Lor dijo...

¡Joder cómo viven los patricios de la literatura! Desayuno con rodajitas de naranja, un huevo pasado por agua, mantequilla... y lo demás ya no lo identifico. Y las flores parecen rosas navideñas
¡Ah, claro! y la musa que le sirve el desayuno, que casi se me pasa desapercibida.