sábado, 25 de septiembre de 2010

Chicago: tal como era, tal como es

Lu Cong. Chicago.

(1983)
Ser conciso sobre Chicago es más difícil de lo que cabría imaginar. La ciudad representa algo en la vida americana, aunque ese algo nunca ha estado muy claro. No a todo el mundo le gusta. Como vecino de Chicago desde 1924, he llegado a comprender que hay que tomarle el gusto poco a poco, lo que sólo puede hacerse después de vivir allí durante décadas. Pero al cabo de todos esos años tampoco es fácil formular los motivos de ese aprecio, porque la ciudad está en perpetuo cambio, y la escala de sus transformaciones es tremenda.
Chicago se construye, se derriba otra vez, recoge los escombros y empieza de nuevo. Las ciudades europeas destruidas por la guerra se restauraron laboriosamente. Chicago no restaura; hace algo absurdamente distinto. Contar aquí con la estabilidad es una locura. Un parisiense siempre ve el París de antes, tal como ha sido durante siglos. El veneciano, mientras el barro no se trague a Venecia, tiene ante los ojos las cosas que veían sus antepasados. Pero el habitante de Chicago, cuando pasea por la ciudad, se siente como alguien que ha perdido muchos dientes. Explora los huecos con la lengua; veamos ahora: aquí el tranvía de la calle Cincuenta y cinco torcía hacia la avenida Harper y llegaba al final de la línea; luego el revisor se apresuraba al otro extremo del vehículo, dando la vuelta a los respaldos de los asientos de mimbre. Después volvía a colocar el trole en el cable. En esta esquina estaba Kootich Castle, una pensión bohemia donde solían reunirse licenciados, fotógrafos, pintores en ciernes, extremistas filosóficos y técnicos de laboratorio (en vez de gatos, una chica tenía ratones blancos). La avenida Harper no era precisamente la orilla del Sena; ninguno de sus edificios recordaba la Sante Chapelle. Eran francamente feos, pero muy nuestros, nos resultaban familiares, y la supervivencia de lo que es nuestro da continuidad a la existencia. Nuestro destino no es aquí encontrar consuelo en los viejos lugares familiares. Nosotros, los habitantes de Chicago, no podemos instalarnos sentimentalmente en nuestros recuerdos.

Todo cuenta
Saul Bellow

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