jueves, 17 de febrero de 2011

En una exposición

Ángel Olgoso, fotografiado por Miguel Ángel Muñoz.

El desconocido, como los que saben que pronto volverán al cauce mudo de la soledad, no dejó de hablar durante toda la tarde. Coincidimos en la valoración de los dibujos de José Hernández expuestos en la galería, y ello estableció una proximidad de algún modo amistosa. Había algo de gallináceo en su aspecto de empleado que agita nerviosamente el portafolios con una mano y arruga El Eco del Comercio con la otra. Yo apenas abrí la boca mientras fluía el curso de sus reflexiones y me aleccionaba en voz baja sobre morbosas patologías artísticas, antiquísimas creencias o los estigmas físicos de los mitos. No le presté demasiado atención hasta que un comentario suyo me provocó escalofríos. Dijo que las manos de los demonios no tienen dorso, que son palmas por ambos lados. Miré con cautela alrededor. No había ya público y la noche crecía tras el cristal de la entrada. De pronto quise evitar aquella conversación, aquella compañía, aquella sala de arte. Me despedí verbalmente del desconocido, que pareció quedar un tanto contrariado, entre la sorpresa y la curiosidad, a la espera tal vez de un gesto menos seco, de que le tendiera una tarjeta o estrechara su mano. Me alejé con la mías en los bolsillos del pantalón, de donde en ningún momento las había sacado, y reparé en lo mucho que me sudaban las palmas. Las cuatro.

En una exposición
Ángel Olgoso

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