lunes, 4 de abril de 2011

Rayuela

Julio Cortázar, en París, 1969. Fotografía de Pierre Boulat.

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Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incompelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa covulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los espromios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

Rayuela
Julio Cortázar

3 comentarios:

Higinio dijo...

Tienes muchísima razón. Cortázar es un gran escritor y un gran cronopio.

Un fuerte abrazo, amiga Blanca.

Ramon dijo...

Si, pero quién nos curará del fuego sordo...

Higinio dijo...

Esperemos que haya alguien que lo haga, además de los años y el tiempo.
Aunque Cortázar nos dice en Rayuela, que: "Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette".

Un fuerte abrazo, amigo Ramon.