G. K. Chesterton, fotografiado por Speaight, 1936.
Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los
bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña
leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite
crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una
vez he visitado esa costa ; y aunque está enfrente de la tranquila
ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la
trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que
retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño
Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues,
aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los sere más
inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los
brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que
anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las
plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del
desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su
arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad
bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana
del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la
voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no
era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se
había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que
otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó
por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de
apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el
tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de
los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol,
y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la
tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera
todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran
estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se
reveló.
Tomado del libro Antología de la literatura fantástica de Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.
El hombre que sabía demasiado
G. K. Chesterton
2 comentarios:
A propósito de este texto quiero comentarte la foto que aparece en la cabecera de tu blog, esta imagen siempre me atrapa la mirada, la encuentro hermosísima, estos dos árboles orgullosos que se interponen en el camino y que ocasionan una ondulación de su trazado, que bonito, es como una de estas perspectivas axiales tan estudiadas por los artistas del quattrocento, unas lineas que fugan al centro del cuadro y que por el orgullo de la naturaleza se contaminan cual si de una pintura de un manierista diletante se tratara.
Salud
Francesc Cornadó
La foto la sacó Ulises (uno de los contribuyentes y amigo del Blog), hará unos cinco años. Muestra el comienzo de un camino que bordea la isla de Txatxarramendi (Chacharramendi)en Sukarrieta (Pedernales), Bizkaia (Vizcaya).
Ese camino lo he recorrido cientos de veces pero te aseguro que me lo acabas de mostrar de otra manera.
En la isla hubo un puerto romano, lo que demuestra que Roma estuvo en todas partes.
Un fuerte abrazo, amigo Francesc Cornadó.
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