domingo, 29 de julio de 2012

Bou-Saada, 1 de julio de 1902

Lehnert y Landrock. Beduina.

El calor, casi de horno ayer por el siroco, que acabó la noche pasada en tempestad violenta, da a todo este paisaje ese particular aspecto que tanto me gusta. Bou-Saada está rodeada de altas colinas áridas, de color rojizo, que impiden ver el horizonte.
Al llegar fuimos a las arcadas de la casa del jeque, cerca del juzgado de paz. Enfrente hay un escuálido jardincillo francés vallado. A la izquierda, un polvorín y un jardín salvaje, en el que de noche cantan las ranas. La población es mucho más grosera e incivilizada que la del Sahara.
Pese a la fuerte lluvia de ayer, la tierra está seca. Hay preciosos camellos con finas riendas, de raza sahariana, que se acercan a doblar sus rodillas delante de la casa del jeque.
Estoy sola, sobre una estera, bajo las arcadas, con el pequeño M'hammed, hijo de Dellaouï, que no me deja ni a sol ni a sombra.
Esta tarde saldremos para El-Hamel... ¿Cuándo volveré? ¿Cuándo veré a Rouh? Hay tantas interrogantes...
No lamento haber venido hasta este rincón del Sur que no conocía y que a fin de cuentas es la región que más amo. Este viaje a un lugar tan relativamente lejano ha sido una suerte inesperada.
Los atuendos de las mujeres son desgarbados, sobre todo en lo que respecta al peinado, enorme y liso. Los vestidos de las mujeres del Sur, si no los llevan con gracia las esbeltas, son espantosos. En el Souf eran más delicados y bonitos. Y sobre el rostro femenino no hay nada que decir: sencillamente no lo he visto.

Traducción de Adolfo García Ortega

Los diarios de una nómada apasionada
Isabelle Eberhardt

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