viernes, 3 de agosto de 2012

El arte de viajar

Cyril Connolly frente a su escritorio. Foto: Suday Times, 1950.

El viaje, de hecho, no es una afición, sino una droga. Estimulante y opiácea a la vez, es la forma más noble de autoexpresión y sin embargo encoge la personalidad. He ahí el misterio, el mágico poder del arte, ya que gracias a su anonimato el viajero es capaz tanto de encontrarse a sí mismo como de perder la conciencia de sí a lo largo del camino. Llega a un lugar donde nadie le conoce y donde, por tanto, puede ser lo que quiera. La autoafirmación, la autonegación, el autoengaño son las cualidades del viajero, y es capaz de hacer realidad simultáneamente sus dos sueños más recurrentes: la ilusión de la acción y la ilusión de la huida. Y es que el viaje proporciona a la gente sedentaria y reflexiva todo lo que envidian de las vidas heroicas. Hay que tomar decisiones constantemente, elaborar planes; si se viaja con amigos hay una multitud a la que persuadir, y a menudo un motín que sofocar. Además está la constante procesión de extraños que han de ser engatusados, amenazados, engañados o con los que hay que negociar, y con muchos de ellos las relaciones personales se reducirán a una lucha de voluntades, ese duelo sin castigo. Pero sobre todo es en el viajar, en el propio movimiento, donde se encuentran las emociones, donde la sensación de hacer algo, de pertenecer al mundo de la acción, se une al concepto más profundo y más digno de la huida.

Traducción de Miguel Aguilar

El arte de viajar (1931). Obra selecta.
Cyril Connolly

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