viernes, 7 de diciembre de 2012

La vida callejera. El Cairo.

Jean Achard. Calle de El Cairo, 1835.

A la larga, nada en este aparente desorden y en esta aparente decadencia choca por lo caduco. Cada rincón tiene su encanto, cada calle guarda sus tesoros, cada plaza posee su hechizo. Para sentir plenamente esta belleza, lo único indispensable es no ir con prisas. Las caravanas de turistas que corren guiados por un cicerone y que quieren, en tres días, conocerlo todo, no inspiran sino sonrisas irónicas a los árabes que los ven pasar. En cambio, a los que venimos, día tras día, a extasiarnos ante las viejas mezquitas y a embriagarnos con los perfumes eternos, una simpatía, tal vez algo desdeñosa, pero muy cortés, nos recompensa de nuestro amor desinteresado y paciente. "Tú, por lo menos, no tienes vanas fiebres; tú eres como nosotros, tú vas despacio" -parecen decirnos todos. Y despacio, en efecto, muy despacio, es necesario vivir esta vida. Para ello hay, ante todo, que renunciar al guía que no conoce sino un solo trayecto y que nos lleva, a la misma hora, andando al mismo paso, hacia los mismos lugares. Hay que perderse voluntariamente en el laberinto de las callejuelas estrechas. Hay que adoptar el carácter del sitio con toda su languidez voluptuosa y resignada. ¿Qué nos importa, en efecto, no saber el nombre de los edificios que encontramos y de las plazas que cruzamos? ¿Venimos acaso a hacer estudios topográficos e inventarios arqueológicos? Dos horas de indolente contemplación en la terraza de un café, sirven mejor al viajero curioso que muchos días de febriles excursiones, porque no es lo mismo pasar ante la existencia que dejar pasar a la existencia ante nuestra vista.

La sonrisa de la esfinge (1913)
Enrique Gómez Carrillo

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