Cyril Connolly frente a su escritorio. Foto: Sunday Times, 1950.
El viaje, de hecho, no es una afición, sino una droga. Estimulante y
opiácea a la vez, es la forma más noble de autoexpresión y sin embargo
encoge la personalidad. He ahí el misterio, el mágico poder del arte, ya
que gracias a su anonimato el viajero es capaz tanto de encontrarse a
sí mismo como de perder la conciencia de sí a lo largo del camino. Llega
a un lugar donde nadie le conoce y donde, por tanto, puede ser lo que
quiera. La autoafirmación, la autonegación, el autoengaño son las
cualidades del viajero, y es capaz de hacer realidad simultáneamente sus
dos sueños más recurrentes: la ilusión de la acción y la ilusión de la
huida. Y es que el viaje proporciona a la gente sedentaria y reflexiva
todo lo que envidian de las vidas heroicas. Hay que tomar decisiones
constantemente, elaborar planes; si se viaja con amigos hay una multitud
a la que persuadir, y a menudo un motín que sofocar. Además está la
constante procesión de extraños que han de ser engatusados, amenazados,
engañados o con los que hay que negociar, y con muchos de ellos las
relaciones personales se reducirán a una lucha de voluntades, ese duelo
sin castigo. Pero sobre todo es en el viajar, en el propio movimiento,
donde se encuentran las emociones, donde la sensación de hacer algo, de
pertenecer al mundo de la acción, se une al concepto más profundo y más
digno de la huida.
Traducción de Miguel Aguilar
Obra selecta. De varia re (selección de textos).
Cyril Connolly
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