lunes, 20 de mayo de 2013

Las casas

Mark Pettit. Verano.

Había casas misteriosas. Estaban a un paso. Sabíamos quienes las habitaban, en qué se ocupaban. Entreveíamos sus patios, quizás las muchachas dentro, pero de ahí no pasábamos nunca.
-Adiós.
-Adiós.
Cuántas personas vistas día tras día, oídas día tras día:
-La señorita Carmen tiene novio.
O:
-Se ha ido de viaje.
Saber todo esto, adivinar mucho más, saber cómo andaba, dónde se sentaba en la iglesia, el olor suyo y, sin embargo, no tener con ella más que el puentecillo del diario y breve adiós. ¿Dónde estaría uno en sus pensamientos? Probablemente en ninguna parte. Ella estaba para más altas cosas. Para ponerse mala, o hacerse un traje nuevo, o irse de viaje, no para seguir pensando tras el adiós.
Las casas estaban indisolublemente atadas a las personas. Cercanas, cercanas y sin penetrar en ellas. Sabíamos ciertos rincones, la sala baja a través de la ventana, el patio, los dormitorios cuando los hacían, los salones arriba, alguna rara vez que los encendían, lo mismo que de las personas conocíamos el nombre, la voz, el accidente. Sin embargo, esta reclusión era tentadora. Y si veíamos entreabrirse la puerta y dar paso a alguien, allí estaba viva nuestra curiosidad. 
Viva y desesperada.
¡Ay! Aquellas casas de abiertas cancelas, de patios franqueados, eran impenetrables. Las muchachas estaban en ellas separadas de nosotros por un aire que era en verdad un cristal densísimo, que nos hacía verlas al alcance y luego las vedaba a nuestra aproximación.

Las cosas del campo (1951)
José Antonio Muñoz Rojas

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