Jhon MacWhirter. Verano en el Tirol.
He caminado hoy por las montañas. Hacía un tiempo húmedo y toda la
región estaba gris. Pero el camino era suave y, a trechos, muy limpio.
Al principio llevaba mi abrigo puesto, pero pronto me lo quité, lo doblé
y me lo colgué del brazo. Andar por aquel maravilloso camino me
producía cada vez más placer; tan pronto echaba cuesta arriba como
volvía a bajar bruscamente. Las montañas eran enormes y parecían girar
sobre sí mismas. Todo aquel mundo montañoso se me antojaba un gigantesco
teatro. El camino se iba amoldando espléndidamente a las laderas. De
pronto bajé a un profundo desfiladero, a mis pies murmuraba un río, un
tren pasó volando a mi lado, entre una magnífica nube de humo blanco.
Como una corriente lisa y blanca avanzaba el camino por la garganta, y
al caminar crecía en mí la impresión de que el angosto valle serpenteaba
y se enroscaba en torno a sí mismo. Nubes grises se habían posado sobre
las montañas, como si fuera aquel su lugar de reposo. Me crucé con un
joven excursionista que llevaba una mochila a la espalda y me preguntó
si había visto a otros dos muchachos. No, le dije. Que si venía de muy
lejos. Sí, dije, y seguí mi camino. Al poco rato vi y oí pasar a los dos
jóvenes excursionistas, que iban con música. Una aldea se veía
particularmente hermosa con sus casitas bajas justo al pie de las
blancas paredes de roca. Me crucé con unos cuantos carruajes, nada más, y
en el camino comarcal vi algunos niños. No hace falta ver nada
extraordinario. Ya es mucho lo que se ve.
Traducción de Juan José del Solar
Pequeño paseo
Robert Walser
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