Antonio Matallana. Mapamundi.
Después de Herodoto, durante centenares de años el
mundo occidental se interesó poco por el desierto. Desde el 425 a.C.
hasta comienzos del siglo xx no se fijó en él. Hubo silencio. El siglo
19 fue una época de exploradores de ríos y, después, en el decenio de
1920, hubo un epílogo positivo de esa historia en ese rincón de la
Tierra, compuesto sobre todo de expediciones financiadas por
particulares y a las que seguían conferencias modestas en la Sociedad
Geográfica de Londres, en Kensington Gore. Las pronunciaban hombres
quemados por el sol y exhaustos que, como los marinos de Conrad, no se
sentían demasiado cómodos con el ceremonial de los taxis y el ocurrente,
pero pesado, humor de los cobradores de autobús.Cuando
viajaban en trenes de cercanías desde los suburbios hacia Knightsbridge
para asistir a las sesiones de la Sociedad, se perdían con frecuencia,
extraviaban los billetes, atentos exclusivamente a no perder sus viejos
mapas y sus notas para la coferencia, escritas lenta y laboriosamente y
guardadas en las omnipresentes mochilas que siempre serían como parte de
sus cuerpos. Aquellos hombres de todas las nacionalidades viajaban a
última hora de la tarde, las seis, iluminados por la luz de los
solitarios. Era una hora anónima, cuando la mayoría de los habitantes de
la ciudad volvían a sus casas. Los exploradores llegaban demasiado
temprano a Kensington Gore, cenaban en Lyons Corner House y después
entraban en la Sociedad Geográfica, donde se sentaban en la sala del
primer piso, junto a la gran canoa maorí, a repasar sus notas. A las
ocho comenzaban las sesiones.
Traducción de Carlos Manzano
El paciente inglés
Michael Ondaatje
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