viernes, 18 de diciembre de 2015

El paciente inglés

Antonio Matallana. Mapamundi.

Después de Herodoto, durante centenares de años el mundo occidental se interesó poco por el desierto. Desde el 425 a.C. hasta comienzos del siglo xx no se fijó en él. Hubo silencio. El siglo 19 fue una época de exploradores de ríos y, después, en el decenio de 1920, hubo un epílogo positivo de esa historia en ese rincón de la Tierra, compuesto sobre todo de expediciones financiadas por particulares y a las que seguían conferencias modestas en la Sociedad Geográfica de Londres, en Kensington Gore. Las pronunciaban hombres quemados por el sol y exhaustos que, como los marinos de Conrad, no se sentían demasiado cómodos con el ceremonial de los taxis y el ocurrente, pero pesado, humor de los cobradores de autobús.Cuando viajaban en trenes de cercanías desde los suburbios hacia Knightsbridge para asistir a las sesiones de la Sociedad, se perdían con frecuencia, extraviaban los billetes, atentos exclusivamente a no perder sus viejos mapas y sus notas para la coferencia, escritas lenta y laboriosamente y guardadas en las omnipresentes mochilas que siempre serían como parte de sus cuerpos. Aquellos hombres de todas las nacionalidades viajaban a última hora de la tarde, las seis, iluminados por la luz de los solitarios. Era una hora anónima, cuando la mayoría de los habitantes de la ciudad volvían a sus casas. Los exploradores llegaban demasiado temprano a Kensington Gore, cenaban en Lyons Corner House y después entraban en la Sociedad Geográfica, donde se sentaban en la sala del primer piso, junto a la gran canoa maorí, a repasar sus notas. A las ocho comenzaban las sesiones.

Traducción de Carlos Manzano

El paciente inglés
Michael Ondaatje

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