domingo, 16 de octubre de 2016

Adornos del silencio

Ilustración de Vladimir Gittin.

SILENCIO. Decir silencio es para mí nombrar la escritura, la mía. Y no sólo la mía: también mi saber sobre toda escritura, sobre toda palabra. O sobre la escritura que frecuento, de la que me alimento: la que me habla. El silencio, él me hizo escribir, él, en mí, como poeta y como ser, es lo fundacional. Lo inicial.
Aclaro: en el gozne de mis treinta años, entre antes y después, pasé siete años bajo voto de silencio en un monasterio Trapense. Antes de ello me había dedicado a la pintura, había estudiado y pintado desde niño. Un par de años antes de entrar en el silencio había dejado de pintar, o la pintura me había dejado: dejó de hablarme, o yo de decirme a través de ella. Ya adentro, el clima y el paisaje, la vida, eran uno: el silencio. Un silencio imponente, el de él, no el que nosotros hacemos. Fueron pasando los años allí, adentro de ese silencio, y creo que en mí también pasó algo: el paso del hablar al escuchar, del decir al recibir. El volverme también yo silencio, silencio encarnado: escucha.
Acababa de escucharse el tiempo: las campanas llamaban a vísperas, a inicio. Era el comienzo del otoño y por tanto era el atardecer, hora a la que, en el campo de mi país, aún se le llama "la hora del sereno", de la serenidad; ese tiempo en que el tiempo parece recogerse sobre sí y las cosas en vilo dispuestas a revelarse en el claroscuro que protege los secretos. Como cada día a esa hora, me encontraba en la cocina del monasterio preparando la comida, ésa era mi tarea cotidiana; en un momento, a punto de sacar una gran tetera de metal en la que había puesto agua a hervir para preparar el té miré por la ventana —una ventana circular que se abría a la inmensidad de un campo apenas ondulado—, diría que, sin decisión propia, tampoco con conciencia de escribir, tomé una pluma que estaba allí, un folio y, más que escribir anoté, como un escriba reverente que no quisiera perder las palabras que oye decir a su rey:

se pone el sol tras la ventana
de la cocina

el té está casi listo.

Fue un gesto de obediencia, con lo que la obediencia tiene de abaudire, esa respuesta que responde a lo escuchado, que lo obra. Ése fue mi primer poema, en torno a él nació también mi ópera prima: Brasa Blanca, ("brasa blanca los huesos del hombre"). También nacía algo de mí, algo en mí se creaba dando voz a la creación, a ese momento que una y otra vez vuelve casi igual: dando voz. Dejándome tocar, o hablar, por hechos, palabras a veces sueltas, otras en libros... Siempre la prelación la tiene lo otro, lo que siento que me busca, me habla, o me busca para hablarse. Siempre la vulnerabilidad. No puedo forzar nada, pero puedo estar allí, en el silencio hecho lugar: en la soledad receptiva, en la espera, oyente.
Algo así, fue el inicio de mi escritura, en ese tiempo callado,en ese lugar donde la vida era simplemente vida, desnuda, sin adornos, o mejor aún, adornada de esa misma desnudez. Desde entonces para mí escribir es ser fiel a ese espacio, vivir esa desnudez: el espacio que el silencio abre... Después escribir: tratar de callarme yo. Ese inicio, el que conté, desde entonces inicia todo lo que escribí después. Ese escuchar fue desde esos años lo que voy sabiendo sobre el escribir, lo que voy escuchando sobre el vivir.

Adornos del silencio
Hugo Mujica 

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