domingo, 31 de diciembre de 2017

Horizontes perdidos

James Hilton. Horizontes perdidos.

Capítulo V

Una sección que le interesó singularmente, estaba dedicada a Tibetiana, si se me permite la expresión, descubriendo entre aquellos libros algunos notabilísimos, como por ejemplo, el Novo descubrimento do grao catayo ou dos regos de Tibet, de Antonio de Andrada (Lisboa, 1626); La China, de Atanasius Kircher (Amberes, 1667); Voyage a la Chine des péres Grueber et D'Orville, de Thevenet; y Relazione inedita di un viaggio al Tibet, de Beligatti.
Examinaba atentamente este último, cuando observó los ojos de Chang fijos en él con suave curiosidad.
—¿Es usted literato, tal vez? —preguntó.
Conway no supo qué responder. Su período de estudios en Oxford le prepararon para responder afirmativamente, pero sabía que aquella palabra, aunque le habría atraído la consideración del chino, no habría sonado más que como una petulancia de su parte a los oídos de sus compañeros.
Respondió pues:
—Me gusta mucho leer, desde luego, pero el ejercicio de mi profesión no me ha permitido, durante estos últimos años, dedicarme por entero a mis aficiones literarias.
—¿Y le gustaría satisfacerlas?
—No sé qué responderle... Desde luego, sí que me gustaría...
Mallinson, que acababa de coger un libro, le interrumpió, diciendo:
—Aquí tiene algo para empezar su vida de estudios, Conway. Un mapa de esta región.
—Poseemos una colección de varios cientos de ellos —dijo el chino—. Están a su entera disposición, pero creo conveniente advertirles algo que les evitará un sinnúmero de molestias, aunque sé que los desilusionará... No encontrará Shangri-La en ninguno de ellos.
—Es curioso —respondió Conway—. ¿Y a qué se debe esa omisión?
—Hay excelentes razones para ello; pero lamento no poder decírselas. 
Conway sonrió, pero Mallinson dirigió a Chang una mirada rencorosa.
—Más misterios —dijo con acento airado—, y hasta ahora no hemos visto nada que valga la pena de ocultar.
De pronto, la señorita Brinklow se recobró de su estupor mudo.
—¿No nos va a enseñar a los lamas en su trabajos? —inquirió en un tono que habría atemorizado a más de un londinense.
Indudablemente, tenía la imaginación saturada de confusas visiones de artesanía indígena..., alfombras ondulantes en que hacían sus rezos, o cualquier otra cosa pintorescamente primitiva de las que pudiera hablar cuando volviese a casa.
Poseía un arte especial para no dejarse sorprender por nada, adoptando al mismo tiempo una actitud despótica cada vez que se dignaba dirigir la palabra al oriental.
Pero notóse en sus ojos una expresión de indignación cuando Chang le respondió:
—Lamento tener que decirle que es imposible, señora. Los lamas no salen nunca, o, mejor dicho, sólo en raras ocasiones, de sus celdas.
—Tendremos que pasarnos sin ellos —declaró Barnard—. ¡Qué lástima...! No puede usted figurarse lo que habría dado por estrechar la mano de su padre prior.
Chang acogió la declaración con benigna seriedad.
La señorita Brinklow, empero, no se amilanó por el poco éxito de su primera pregunta y prosiguió:
—¿Qué es lo que hacen los lamas?
—Se dedican, señora, a la contemplación y a la adquisición de sabiduría.
—Pero eso es no hacer nada.
—Pues entonces, señora, no hacen nada.

Traducción de H. C. Granch

Horizontes perdidos (1933)
James Hilton

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