miércoles, 14 de marzo de 2018

La vida cotidiana en Pompeya

Francesco Paolo Palizzi. Muchacha pensativa en las excavaciones de Pompeya (1865).

Capítulo I

En su carrera hacia las puertas meridionales—puerta de Estabia o puerta de Nocera—, los pompeyanos no escaparon a la implacable suerte. Sobre el foro, algunos quedaron aplastados por la caída de las columnas. En el callejón de los Esqueletos se contaron siete cuerpos: una mujer embarazada perdió mucho tiempo reuniendo sus joyas, su vajilla, su dinero y cerró con llave su casa. Retraso funesto que hubo de pagar con su vida. Detrás de ella aparecían una mujer y una muchacha de catorce años que, antes de morir, había apoyado en su brazo su cabeza recubierta con su vestido; un esclavo de talla gigante, que las acompañaba, pereció al lado de ellas.
Espectáculo que mueve a compasión el de esta ciudad del que poco a poco desaparece toda vida. Pero no conozco nada más impresionante que las actitudes de los trece muertos más recientemente descubiertos en Pompeya, en 1962, cerca de la puerta de Nocera. Tres familias se habían reunido al abrigo de un techo para resguardarse de los lapilli, luego de las cenizas mezcladas con la lluvia torrencial. Intentaron entonces una salida. Un esclavo marchaba delante, con un saco a sus espaldas, probablemente cargado de provisiones para el camino. Cayó, vencido por el peso y la fuerza del viento contra la que debía luchar. Tras él, dos niños con las manos juntas, sostenían una teja o un trozo de hierro para protegerse. Seguíalos una pareja con una niña. La mujer cayó de rodillas, apretando contra su boca un trozo de tela para intentar protegerse de los vapores mortales. El hombre de edad que cerraba la marcha cayó a su vez y trató desesperadamente de levantarse sosteniéndose apenas sobre sus dos brazos para llevar ayuda a los suyos y lanzar sobre ellos una última mirada.

La muerte cumplió brutalmente su labor, tanto en Pompeya como en la campiña circundante. El único camino verdadero de salvación era el del mar. ¿Cuántos pensaron en utilizarlo, cuántos pudieron hacerlo? El mar tendría que ser removido y sus bajos fondos escudriñados, como en la costa de Herculano. Raros debieron de ser los que partieron después de la primera explosión; en todo caso, hubieran tenido que dejar atrás Estabia y Herculano: el mensajero de Rectina es un ejemplo de ello. Ante una catástrofe de esta naturaleza, el historiador no encuentra más que destinos personales sellados por los mismos sentimientos de terror y por el mismo instinto de conservación: de buena gana se dejaría llevar de su imaginación para repetir las últimas palabras, los últimos pensamientos, los últimos gestos de cada uno. Sin ser moralista, cree muy poco en las palabras históricas, en las preocupaciones metafísicas o en las aptitudes teatrales de los últimos minutos. Porque es también una página cotidiana, tantas veces sórdida aun con su carácter impresionante, lo que descubre en Pompeya en esas horas del 24 de agosto del año 79, tan cortas para el historiador y tan largas para los que sufrieron su atroz pasión.

Traducción del francés por José Antonio Miguez

La vida cotidiana en Pompeya (1966)
Robert Etienne

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