miércoles, 26 de febrero de 2020

El curioso

Ilustración de Frank Frazetta.

En sus andanzas le ocurre, ora darse unas vueltas por los barrios ricos y contemplar, a través de ventanales resplandecientes de luces de fiestas, los divanes repletos de bellas mujeres; ora escurrirse por un callejón miserable y, por la mirilla de una tosca puerta entrever un cuartucho en el que hay una inmensa cama en cuya cabecera está una imagen de la Virgen, una mesa puesta, rizadas cabezas de chiquillos iluminadas por roja lámpara, el padre en mangas de camisa y la madre dando el pecho al benjamín, atentos todos a hundir las cucharas en los profundos platos; pero él no sobrepone la primera visión a la segunda, pues ambas poseen, en su concepto, aquel sabor de intimidad virgen que sobre todas las cosas le agrada. En resumen, su curiosidad es muy otra que la vulgar, escandalosa y mal intencionada; tiende, a medida que transcurre el tiempo, a tornarse difícil, descontentadiza, sutil y metafísica; y, precisamente donde la mayoría de los hombres desorbitarían los ojos, estupefactos, él apenas concede una mirada.
Acabado el día, ¿qué le queda al empleado de tanta exploración? Casi nada, una especie de extraña saciedad. En su habitación se desnuda, cubre su flaco cuerpo con un camisón de mangas y cuello bordados y, con el codo apoyado en la almohada, permanece absorto contemplando con ojos atónitos el mármol de la mesilla de noche. No piensa en nada y aguarda, beatíficamente, que el sueño se apodere de él. Pero he aquí que del vestíbulo llega el claro ruido de una llave que gira dentro de una cerradura; alguien viene de la calle. De pronto, el sueño, que ya hacía vacilar la nariz del empleado, se desvanece como por encanto, y una lucha se entabla en su ánimo: ¿Ha de saltar de la cama y, desafiando la frialdad del pavimento, ir a ver quién es, o, por el contrario, renunciar a ello, quedándose quieto? La duda es breve, triunfa la curiosidad; el empleado abandona el calorcillo de las sábanas y, brincando por las heladas baldosas, va a la puerta, la entreabre y mira. Una sombra cruza, rápido, ante su nariz; una puerta se abre, se cierra luego despacito y el silencio renace. "La señorita Valeria", piensa el empleado, muy contento. De un brinco llega a la cama, se mete bajo las sábanas y apaga la luz. Cinco minutos después ya duerme.

Traducción de Domingo Pruna

Los sueños del haragán (1940)
Alberto Moravia

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