domingo, 26 de abril de 2020

Sahara

Simeon Lyutakov. Oasis de Siwa. Mi desierto. Mi amor.

El desierto es el fondo de un mar ausente. En vez de agua, peces, huellas de naufragio y formaciones de coral, sólo hay arena seca, tatuada y modelada por los vientos. La mayor idea de masa que puede concebir nuestra mente es la pluralidad de sus granos de arena. Unánimes se aprietan y se apartan, cambian de forma con la flexibilidad de la nube. Cada uno de ellos contiene en su interior otro desierto, compuesto a su vez de infinitos e invisibles átomos de arena. Las dunas son montañas de un día. Oponen a la fijeza la plasticidad, a la permanencia el movimiento. El desierto es el espejo de la muerte. La arena, el polvo en que todo habrá de convertirse, el sudario que envolverá los imperios. Memento de que lo empezado en agua terminará en la aridez de la arena, en el desierto ávido que por nuestra locura se está adueñando de la tierra entera.

Desde entonces (1980)
José Emilio Pacheco

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