viernes, 15 de mayo de 2020

Los días

Duffy Sheridan. Un luminoso día. 

—¡Qué diítas más buenos!
     O:
—¡Vaya diítas!
Los días eran pedazos de espacio que medían nuestro paso y nuestra ansia. Lo estremecedor de ellos era su sucesión. Salía el sol tan tranquilo: ya estaba presente el día. Se iba empinando, colmando, enriqueciéndose, redondo y monótono. Todos los días igual, hasta que un campanillazo, una noticia, una presencia venían a romperlo. Y ya no era un día. Era otra cosa. Sencillamente aquel campanillazo, aquella presencia, aquella voz. A veces una tormenta, a veces una muerte, a veces sólo un temblor por dentro que avanzaba palpando, creciendo. A veces nada. Pasaban los días con su calor, con su frío, con su poca alegría, sin nada. Se iban perdiendo atrás y se extendían delante, derechos, sin fin.
¿A dónde iban los días? ¿De dónde venían? ¿Quién los iba lanzando por el borde del cielo, quién los recogía luego por el otro borde, mientras nosotros, minúsculos, los veíamos venir, los veíamos irse, navegábamos en ellos, nos plantaban en la otra noche y en el sueño, al borde de otro abismo? ¿Eran pájaros? ¿Olas lanzadas por una gran mano, uno y otro y otro? ¿Qué hacíamos nosotros, inertes, en medio de aquella procesión de los días, quizá parte de ellos, quizá sólo objeto de su mella? Perdidos, en lo hondo, confusos, todavía aparece cada uno distinto, con su melancolía, su esperanza o su pobreza.

Las musarañas (1957)
José Antonio Muñoz Rojas

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