lunes, 29 de junio de 2020

Yo vivo

Dominique Peyronnet. El mar.

Capítulo III

De la casa a la playa

Al abrir el portón, la bocanada del sol. Distinto claror que el de ayer. El día que empieza no es hijo del anterior, sino otro. El polvo, la semana, han desaparecido. Todo es nuevo a la luz nueva. El cielo, sin nubes. Nadie entre Enrique y el mar. A lo lejos el ruido amarillo de un tranvía. Verano. Silencio. Unos pasos lejanos, que se van.
Luz intocada, para él. Virginidad que el paso desflora continuamente. Este azul rosado que será índigo, aquel opalino que llegará a azul, este pajizo que será cerezón, aquel glauco que cobrará con el día tintes oliváceos, son todos nuevos, acabados de nacer, todavía con la fárfara de su aparición. ¡Doncellez de cada día al alcance de todos, sin mirada que la marchite! Y el aire, nacido del mar, con gusto de su salitre, que pierde unos cientos de metros tierra adentro vencido de tanta habitación donde todavía duerme la gente.
El mar cabrillea cubierto de peces dorados y brillantes. ¡El mar, el mar y su playa! El mar solitario, la playa solitaria, puestos ahí: para él. El traje de baño le ciñe encerrándole en sus límites. El pecho se ensancha de todo el aire que le cabe. ¡Dueño de la tierra y del mar! No muy seguro, porque sus pies se hunden desigualmente en la finísima arena, tibia en su superficie, fría adentro. Atrás quedan las casas y el cemento. ¡El mar esperándole! ¡Vértigo! ¡Sólo él! Pero también la playa que le sostiene y el aire que le acaricia.

Yo vivo (1951)
Max Aub

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