La naturaleza parece (cuanto más la observamos) hecha de aversiones: sin nada que odiar, perderíamos el auténtico resorte del pensamiento y de la acción. La vida se convertiría en una charca de agua estancada si no la agitaran los intereses opuestos y las pasiones irrefrenables de los hombres. La línea blanca de nuestro destino resplandece (o por lo menos se hace visible) cuando se oscurece al máximo su entorno, de la misma manera que el arco iris pinta su propia forma sobre una nube. ¿Es orgullo? ¿Es envidia? ¿Es la fuerza del contraste? ¿Es debilidad o malicia? Lo cierto es que en la mente humana existe una atracción secreta, un ansia de maldad que encuentra un deleite perverso, y a la vez gozoso, en la fechoría, pues es una fuente inagotable de satisfacciones. La bondad absoluta no tarda en volverse insípida, carente de variedad y brío. El sufrimiento es agridulce, y no sacia nunca. El amor se convierte, con un poco de indulgencia, en indiferencia o en hastío: únicamente el odio es inmortal.
Traducción de Maria Faidella
El placer de odiar
William Hazlitt
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