jueves, 9 de junio de 2011

Naturaleza y Civilización

Miriam Escofet. Olivo.

Los taoístas creen que la devoción a cualquier cosa salvo la Naturalza los hace envejecer, y por eso viven con sencillez en laderas de colinas y cerca de bosques, como el sabio cuyas necesidades eran tan escasas que cuando decidió dejar su cabaña descubrió que las zarzas habían crecido tanto que le impedían el paso. Pero ¿en qué desemboca el amor a la Naturaleza si la Naturaleza no nos quiere? Demos un paseo por el páramo. Al principio el aire puro de montaña, la soledad bajo el sol caliente, donde los arroyos salpican y chilla el urogallo, purgan nuestros venenos urbanos, hasta el arte y la civilización parecen opresivos y vulgares, colores irisados sobre las escamas del pez muerto, ocupaciones que aíslan al hombre de su primitivo culto a la vegetación. Luego, a medida que el día se hace más caliente y tropezamos con los brezos y el cenagal templado y revuelto, se produce un cambio; parecería que la Naturaleza ya no comparte nuestra comunión y prefiere su propia progenie inferior; graznan los urogallos, cuervos, halcones, liebres de montaña, el arroyo ruidoso, en la calurosa tarde la ladera entera se hace ominosa y hostil, emblemas arcaicos del Hastío; algo que hace tiempo que habíamos olvidado. Una vez más revive el ansia por la arquitectura, el arte y el intelecto. Al llegar la tarde llueve, y tras la visita a nuestra gruesa, grande e indiferente Madre, nos alegra volver a nuestros libros y a nuestras conversaciones al amor de la lumbre. Es a la Civilización, no a la Naturaleza, adonde el hombre debe regresar.

Traducción de Miguel Aguilar

La tumba inquieta (1944-1945)
Cyril Connolly

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