martes, 16 de julio de 2019

El mundo y la casa

Clara Gangutia. La casa grande, 1991.

No había más que tirar de la campanilla.
—¿Quién?
—Paz.
Abrían la puerta. Al cerrarla tras nosotros quedaba fuera lo temeroso, lo injusto, lo penoso. Dentro lo tranquilo, lo hermoso, lo bueno. El mundo se dividía en estas dos grandes mitades: la casa y todo lo demás. La casa no se movía, estaba siempre esperándonos, no exactamente la misma, algunas veces más llena, otras menos, siempre nuestra y conocida. Sabíamos sus gentes, sus rincones, sus luces. El mundo era vasto, confuso, desalentador. Escocía. Presentíamos su sordera, su despoblación a lo nuestro.
La casa crecía con nosotros, se iba haciendo a nuestra medida. Sabíamos la luz de cada paso, la sombra de cada rincón, el olor de cada lugar.
Al cerrar la puerta subíamos despacio, con recreo, la escalera donde los baldosines relucían de siglos y aceites. Ahora hacíamos girar el picaporte, empujábamos la puerta, penetrábamos en la habitación. El sol atravesaba tranquilo los cristales. Era una luz quieta, preciosa, eterna. Sigue iluminando la estancia. Dentro estaba templado y revestido por una presencia de personas, de flores, de muebles conocidos. Al entrar, oíamos:
—¿Estás ya aquí?
Y la pregunta sonaba natural. Ahora parece extraña porque, en verdad, nunca hemos acabado de salir de aquella habitación, de la casa aquella, del tiempo aquel. ¿No será lo demás, esto de ahora, irrealidad pura, sueño, desatino?

Las musarañas (1957)
José Antonio Muñoz Rojas

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