miércoles, 5 de agosto de 2020

Japón

Aoki. Barcas en el lago cerca del monte Fuji.

5. La suavidad del paisaje

Hay paisajes extremados que nos atraen o nos repugnan, que apreciamos u odiamos, según el temperamento de cada cual. Por ejemplo, la infinitud sin límites del desierto, sobre cuyas arenas se deslizan como sombras purpúreas las horas del día y los días del año; el Norte, frío, húmedo, de un verdor grisáceo, o la continuidad inmensa de la selva virgen. Y hay paisajes que simplemente gustan a todo el mundo, incluso sin saber por qué. Por ejemplo, el paisaje japonés.
El Japón es suave y dulce. Dondequiera que se encuentre uno en este país, el paisaje le ofrece una multitud de encantos: cerezos en flor que se reflejan en un agua tranquila, una pagoda grácil, un lago de montaña al pie de colinas cubiertas de nieve, un trocito de mar, unos campos de arroz o bien —lo más hermoso de todo— la pirámide geométrica, regular, del Fuji-Yama. A cada vuelta del camino nos espera una nueva sorpresa, aunque no sea más que un tori barnizado de color o un grupo de altos cedros. Es un paisaje que invita a merendar alegremente con un grupo de amigos, un paisaje que parece compuesto de graciosas tarjetas postales.
La veneración que los japoneses tributan a su paisaje en el transcurso de los siglos se ha convertido en una especie de culto. Los japoneses son capaces de discutir las cualidades de un buen punto de vista con la misma seriedad con que discuten sobre la calidad de una obra de arte. El Fuji-Yama significa para ellos algo así como las columnas del Partenón para los europeos: la medida de la belleza.
En el Japón la veneración de la naturaleza constituye lo más hondo de su cultura. Sólo en el Japón podía suceder que un poeta, a la vista de un paisaje perfecto, se sintiera tan feliz y embargado que ya no hallara palabras para expresarlo, por lo que tan sólo pudo balbucir el nombre del lugar:

«Myashima
¡oh! Myashima
Myashima, Myashima...» 

Traducción y adaptación de Ernesto Mascaró y José J. Llopis

Pueblos y enigmas de Oriente
Herbert Kirsch

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