martes, 8 de noviembre de 2011

Hoteles literarios

Susan Meiselas. Lena en el motel.

Partir con libros es viajar en el espacio y en el tiempo, cotejar la visión de los otros con el terreno de la propia vida. El viaje no es a menudo sino una huida, mientras que la lectura es un viaje en sí. Si los desplazamientos son engañosos, los libros son a veces su conciencia y el signo de lo que pasa, de lo que no hace sino pasar. Puesto que estamos en la era de los viajes, el hotel es de hecho un lugar crucial. Palacio, gran hotel, posada, pensión, meublé, fonducho o burdel, en ellos se ama, se bebe, se esperan días mejores, se muere. Es un lugar de paso, un abrigo transitorio, escenario de dramas y alegrías, un espacio cerrado, anónimo, pero igualmente para algunos una ética de vida más libre, sin acumulación de recuerdos. Por una puerta giratoria o que se cierra sola, se evade uno de la realidad. Una llave, paredes alrededor de una cama, una visión sobre las Tentaciones de lo Otro alabadas por Gottfried Benn, o unas cortinas corridas sobre sensaciones nuevas, el hotel es un lugar de erotismo que parece favorecer la creación, sacar al alma de su letargo. Es también el asilo del último deseo, el suicidio -Motel Suicidio, título de una canción escrita por Baudrillard-, un albergue que ofrece lo que a él se lleva, como la posada española, curiosidad o hastío, plenitud o angustia. La evocación de un hotel acaso inspire deseos de leer mientras se viaja, de viajar con libros, pues el poder de los lugares se debe a menudo a quienes vivieron en ellos y supieron transponerlo, transmitirlo por escrito.
"La fuerza literaria de un inmueble es comparable, en muchos casos, con la de un hombre", dijo Mac Orlan de esos que están tejidos con sueños, con recuerdos, con desesperación y con fantasmas que engendran novelas y poesías...

Traducción de Esther Benítez

Hoteles literarios
Nathalie de Saint Phalle

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