El señor Gaston Lemay era un hombre feliz.Estaba en paz consigo mismo, lo esencial para un solterón egoísta. Vivía de sus rentas en Carpentras, en la calle del Obispado, solo, con su vieja ama de llaves, en el primer piso de un caserón que daba a un jardín. Cada lunes jugaba al whist, cada miércoles al billar, el jueves los dedicaba a hacer largas caminatas, los viernes a husmear en las librerías especializadas de Aviñón, los sábados en visitar a sus amigos y los domingos recibía sus invitados a cenar; el resto del tiempo lo pasaba encerrado en su gabinete rodeado de sus libros de viajes. Estaba estudiando el proyecto de consagrar una gran obra a los exploradores y grandes viajeros franceses de ese siglo en todo el mundo. En la ciudad, se hablaba de ello con gran respeto. Se trataba de una obra tan monumental que estaba seguro de no poder llevar a término pues, desde que había intentado pasar en fichas uno de los libros de su preciosa biblioteca- precisamente las obras completas de Alcide Orbigny, explorador de la Patagonia entre 1802 y 1857-, se había ensimismado tanto en su lectura que, a veces, se olvidaba de trabajar o de leer para soñar con países lejanos.Quién se acuerda de los Hombres
A pesar de su carácter mediterráneo el señor Gaston Lemay sentía una especial atención por los países fríos y las soledades marítimas desoladas.
Al cabo de unos años el señor Gaston Lemay cerró su mansión y abandonó Carpentras sin dar explicaciones. Zarpó rumbo a Chile en un barco de tres mástiles, el Marie-Anne, armado y equipado en Bordes. No se le volverá a ver jamás, ni a él, ni al Marie-Anne, ni a ninguno de los veintisiete hombres de la tripulación.
Jean Raspail
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