martes, 1 de julio de 2008

El mandarín

Eça de Queirós
Al otro día partí hacia Tien-Ho con el respetuoso intérprete Sá-Tó, una larga fila de carretas, dos cosacos, un enjambre de coolies.
Al dejar la muralla de la Ciudad Tártara seguimos durante mucho tiempo a lo largo de los jardines sagrados que rodean el templo de Confucio.
Era el final del otoño; las hojas ya habían amarilleado; una dulzura conmovedora flotaba en el aire...
De los quioscos santos salía un murmullo de cánticos monótono y triste. Por las terrazas se arrastraban enormes serpientes, venerables como dioses, ya entorpecidas por el frío. Y aquí y allí, al pasar, divisábamos budistas decrépitos, secos como pergaminos y nudosos como raíces, sentados en el suelo bajo los sicómoros, con las piernas cruzadas, inmóviles como ídolos, contemplándose incesantemente el ombligo a la espera de la perfección del Nirvana...

Traducción de Paloma Navarro
El mandarín
Eça de Queirós

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