Esta misma tarde después de que me salieran al paso los muy anhelados tomos de El último puritano de George Santayana, me he metido en el Café Universal, en pleno centro de Sevilla, y he ignorado al tiempo, ya que abolirlo es cosa que sólo él puede hacer conmigo. La verdad es que colecciono lugares así: el Dindurra de Gijón, con la espada de acero del Cantábrico fulgiendo a la espalda y sus periódicos extranjeros en una percha a la entrada; el Charlot Café de Barcelona, justo enfrente de la sucesión de librerías que la calle Aribau derrama sobre la Plaza de la Universidad; el Nuyorican Poets Café, en plena Alphabet City, donde los viernes hay mágicos recitales; el Café Continental de Bombay, donde me gusta recordarme entusiasmado por la adquisición de la magistral Grimus, primera novela de Salman Rushdie; el Café Alameda de Sevilla, donde pacientemente corregí las pruebas de Nadie conoce a nadie; el Café Bretón de Logroño, con sus bolsitas de azúcar en las que se imprimieron poemas relacionados con el café, es decir, con la vida.
La holandesa errante
Juan Bonilla
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