Navegando por el río Yang Tse me di cuenta de la fidelidad de las viejas pinturas chinas. Allí, en lo alto de los desfiladeros, un pino retorcido como una pagoda minúscula me trajo a la mente de inmediato las viejas estampas imaginarias. Pocos sitios más irreales, más fantásticos y sorprendentes hay como estos desfiladeros del gran río que se elevan a alturas increíbles y que en cualquier fisura de la roca muestran la antigua huella humana del pueblo prodigioso: cinco o seis metros de verdura recién plantada o un templete de cinco techos para contemplar y meditar. Más allá nos parece ver, en las alturas de los calvos roqueríos, las túnicas o el vapor de los antiguos mitos; son tan sólo las nubes y algún vuelo de pájaros que ya fue muchas veces pintado por los más antiguos y sabios miniaturistas de la tierra. Una profunda poesía se desprende de esta naturaleza grandiosa; una poesía breve y desnuda como el vuelo de un ave o como el relámpago plateado del agua que fluye casi inmóvil entre los muros de piedra.
Confieso que he vivido
Pablo Neruda
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