Vendrán más años malos y nos harán más ciegos("Vendrán más años malos y nos harán más ciegos;
vendrán más años ciegos y nos harán más malos")(El efecto turifel.) El fracaso estrepitoso de mi viaje a Tierra Santa, cuando durante la Guerra del Golfo fui enviado por el periódico a Israel, se debió principalmente a las desalentadoras y deletéreas consecuencias de haberme visto sometido, ya en la primera salida de mi primera mañana jerosolimitana, a la deprimente experiencia de lo que hacía más de treinta años había yo descrito y denominado en mis papeles como «efecto turifel» (turifel con acento agudo, según la pronunciación parisina de Tour Eiffel). Flaco consuelo es que, de paso, me fuese dado comprobar la exactitud de mis observaciones, ya que tuvo que ser a expensas de mis ya cada vez más raramente renovados impulsos o ilusiones de viajero y sobre todo para afrenta de una de las mayores maravillas de la arquitectura del Islam. ¿Quién iba a decirme a mí, en efecto, que ante una pieza arquitectónica como el Domo de la Roca (la mal llamada «mezquita de Omar»), tantas y tantas veces admirada desde niño en las láminas de los libros de arte, iba a sentirme mucho más impasible, frío y distante que ante su propia descolorida o más bien sobrepintada tarjeta postal? Toda la expectativa de las emociones predispuestas en mis ojos y en mi corazón no había sabido contar con la incidencia inesperada y destructiva del efecto turifel. Éste consiste en una especie de descrédito que va minando irremediablemente la autoridad de la presencia física de determinados «monumentos» mundialmente famosos cuando esa presencia es, por así decirlo, desgastada por el precedente de una indiscretamente inmoderada anticipación de representaciones iconográficas. Tan insistente repetición de esa misma imagen va educando —o más bien pervirtiendo— de tal manera la mirada a la instantánea inmediatez del reconocimiento, que el ojo acaba por identificar antes de ver. El ojo que identifica ya no ve; sustituye la antigua percepción de algo por su identificación, trueca la imagen en mera identidad; y toda identidad es redundante: un símbolo que sólo se simboliza ya a sí mismo. Cientos o miles de fotografías de la Torre Eiffel (por no hablar de su reproducción metálica de bulto —huelga decir que a escala reducida—, que no sólo era, al menos en mis tiempos, el impepinable souvenir de París, sino también el protodinasta o arquetipo de todos los souvenirs del mundo) vistas antes del primer viaje a París se interpondrán de manera tan obstructiva en la mirada que menoscabarán en cierto modo hasta la convicción empírica de tenerla por fin físicamente delante de los ojos.
Rafael Sánchez Ferlosio
No hay comentarios:
Publicar un comentario