El prisionero de ZendaEn cuanto llegamos a la frontera ruritana (donde el viejo oficial de aduanas me dirigió tal mirada de asombro que ya no me cupo la menor duda de tener la fisonomía de un Elphberg), compré el periódico y leí una noticia que alteró mis planes. Por alguna razón, que no se explicaba con claridad, y parecía constituir un misterio, la fecha de la coronación había sido adelantada repentinamente, y la ceremonia iba a tener lugar al cabo de dos días. Todo el país estaba conmocionado, y era evidente que Strelsau se hallaba atestada. Todos los hoteles estaban llenos; habría pocas posibilidades de encontrar alojamiento, y sin duda tendría que pagar un precio exorbitante por él. Decidí detenerme en Zenda, una pequeña ciudad situada a ochenta kilómetros de la capital, y unos quince de la frontera. Mi tren llegó allí al atardecer; pasaría el día siguiente, martes, paseando por las colinas, que tenían fama de ser muy hermosas, y echando una ojeada al famoso castillo, e iría en tren a Strelsau el miércoles por la mañana, para regresar por la noche a Zenda.
Anthony Hope
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