En California, hará unos treinta días, María Kodama y yo fuimos a una modesta oficina perdida en el valle de Napa. Serían las cuatro o las cinco de la mañana; sabíamos que estaban por ocurrir las primeras claridades del alba. Un camión nos llevó a un lugar aún más distante, remolcando la barquilla. Arribamos a un sitio de la llanura que podría ser cualquier otro. Sacaron la barquilla, que era un canasto rectangular de madera y de mimbre y empeñosamente extrajeron el gran globo de una valija, lo desplegaron en la tierra, separaron el género de nylon con ventiladores, y el globo, cuya forma era la de una pera invertida como en los grabados de las enciclopedias de nuestra infancia, creció sin prisa hasta alcanzar la altura y el ancho de una casa de varios pisos. No había ni puerta lateral ni escalera; tuvieron que izarme sibre la borda. Éramos cinco pasajeros y el piloto que periódicamente henchía de gas el gran globo cóncavo. De pie, apoyamos las manos en la borda de la barquilla. Clareaba el día; a nuestros pies a una altura angelical o de alto pájaro se abrían los viñedos y los campos.
El espacio era abierto, el ocioso viento que nos llevaba como si fuera un lento río, nos acariciaba la frente, la nuca o las mejillas. Todos sentimos, creo, una felicidad casi física. Escribo casi porque no hay felicidad o dolor que sean sólo físicos, siempre intervienen el pasado, las circunstancias, el asombro y otros hechos de la conciencia. El paseo, que duraría una hora y media, era también un viaje por aquel paraíso perdido que constituye el siglo diecinueve. Viajar en el globo imaginado por Montgolfier era también volver a las páginas de Poe, de Julio Verne y de Wells. Se recordará que sus selenitas, que habitan el interior de la luna, viajaban de una a otra galería en globos semejantes al nuestro y desconocían el vértigo.
Atlas
Jorge Luis Borges
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