sábado, 25 de octubre de 2008

Tute de reyes

Los cuatro reyes de la baraja
Tute de reyes
En Amalfi, al terminar la zona costanera,
hay un malecón que entra en el mar y la
noche. Se oye ladrar a un perro más allá de
la última farola.
Julio Cortázar
Bajo la mirada incongruente de mi mono Euclides, trepado a la ventana de barrotes verdes, nos íbamos a Punta Brava los sábados por la tarde a jugar al su­bastado en casa de Francisca. Robledo al volante, el Cadillac reluciente con el fuelle bajo, rodábamos a lo largo de la Avenida Primera, saliendo de Santa Fe para coger la Central; después, sobre la loma y al final del camino de piedras, la casa de Francisca, blanca y cuadrada como un dado de hueso, donde -pese a la desesperada melancolía de Robledo -estuve a punto de ser rico al ganar la Gran Apuesta.
Fue hace varios años, a mediados de diciembre, cuando conocí a Robledo. Iba a la bodega roja, a comprar unas nueces para el desayuno de Euclides, cuando noté que Villa Concha había sido ocupada: un automóvil se encontraba al otro lado de la reja en­mohecida; en el balcón, rodeado de hiedras, un hom­bre corpulento y canoso destupía su cachimba con gestos distraídos.
Me paré junto a la verja, y mirando hacia arriba tosí fuertemente.
Villa Concha, a pesar de ser espaciosa, de su muelle para botes y su poceta con escalones tallados en la roca, era alquilada muy poco. Y no es que los Garriga pidieran mucho por ella o el deterioro de los techos fuera excepcional, no, era más bien — de algún modo hay que llamarlo— su forma de expresarse: el llanto irreparable de sus cañerías, la fluidez de la penumbra en ciertos lugares, el súbito corretear de las persianas tras la puerta clausurada, y sobre todo ——por arriba de los ruidos acompasados y la sensación de tener alguien a la espalda— el olor, aquel olor blando a flores piso­teadas, resistiéndose al salitre y a las corrientes de aire.
Pero es de Robledo de quien me interesa hablar, de Robledo y de Francisca y de Esquerrá y del gordo Chamizo y de los demás. Claro que la casa jugó también su papel, aunque uno nunca sabe. Pero si Robledo se hubiera decidido por el bungalow azul pas­tel de Felicita Radillo, las cosas se hubieran baraja­do de otra manera o sucedido más lentamente, y yo habría jugado aquel tute de reyes, el lance preciso pa­ra ganar la Gran Apuesta: los diez mil doscientos pe­sos de la partida duodécima. Pero Robledo, abando­nándose, optó por Villa Concha y se la arrendó a los Garriga.

Tute de reyes
Antonio Benítez Rojo

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