Alejandra Magna. (Bitácora de la búsqueda del «porco grande»)Alejandra Magna. (Bitácora de la búsqueda del «porco grande»)«Somos lo que comemos».
Goethe¿Qué culpa tengo yo si me gustan gordas? La veo comer junto a la fogata. Alejandra roe el hueso del muslo de un pecarí que cazamos esta tarde. Está sentada en el suelo de tierra, con sus poderosas piernas cruzadas, echada hacia adelante para evitar que la sangre negruzca del asado resbale sobre el balcón de sus pechos superlativos, desnudos. Me descubre mirándola deleitado y me lanza un beso con la boca sucia de grasa brillante, sus dientes blancos y sanos resplandeciendo sólo un poco menos que los pícaros ojos celestes encendidos por las brasas del fogón. (¡Y por el recuerdo de las cosas que hicimos en la orilla, hace un rato!) Estamos sentados bajo el techo cónico de hojas de hirapai trenzadas, en la choza comunal sin muros -para que circule el aire pegajoso que viene del río Pacaa Novo1. Mis queridos Wari rodean la fogata y todos comemos como se usa en la selva amazónica, con silencioso y agradecido ahínco (porque nunca se sabe cuándo habrá más). Pero la que más come, más que cualquiera de los nativos, es Alejandra. Mi Alejandra Magna.
Cómo ha cambiado. Hace menos de un año, cuando salimos de Londres para este viaje a las regiones ecuatoriales, era todavía esa hembra posmoderna y puritana (¿no son acaso estos conceptos la misma cosa?), devota del agua mineral, las ensaladas macrobióticas, y el sexo higiénico. Y sobre todo, avergonzada de una gordura que no podía disminuir sino sólo, apenas, mantener a raya con muchas horas de gimnasio y muchas más de hambre. En estos meses ha perdido esas inhibiciones, el puritanismo de sus ideas políticamente correctas acerca de la nutrición y la procreación, el culto del cuerpo sano. Ahora come de todo, se baña desnuda frente a la tribu sin que le importe que le miren sus michelines, fuma canutos y bebe chicha con resistencia de percherona. Y por la noche no hay pliegue de su cuerpo que no me ofrezca (más bien, que no me exija tomarle).
Alejandra rebusca en un cazo de greda y se lleva a la boca un xocin, uno de esos gusanos del grueso de un pulgar, que los Wari preparan fritos y que tienen por exquisitos -como los gusanos del maguey que saborean los mexicanos. Ella me mira a los ojos entre las llamas de la fogata mientras el bicho enroscado, blando, con la punta rojiza (extrañamente similar al pene de un niño, ahora que lo pienso), desaparece entre sus labios. Una gota de la pulpa blancuzca de su interior rueda por la comisura de su boca y antes de limpiársela con el revés de la mano, quizás con deliberada lentitud, Alejandra (¡Alejandra Magna!) me sonríe con esa felicidad pura y a la vez pícara que la consume -la come entera- desde que nos vinimos a la naturaleza.
Eñe. Otoño 2005 (En la Cocina)
Carlos Franz
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