Mientras que así me dedicaba a la navegación de cabotaje, llegué a trabar conocimiento con muchos marinos que habían estado en casi todos los rincones del mundo; confieso francamente que mi corazón latía aceleradamente cuando escuchaba el relato de sus románticas aventuras en países lejanos, las terribles tormentas que habían capeado, los tremendos peligros a que lograron escapar, los seres maravillosos que pudieron ver tanto en tierra como en el mar y las regiones interesantes, con sus extraños moradores, que habían visitado. Pero de todos los lugares que mencionaban, ninguno llamó tanto mi atención, como las Islas de Coral de los Mares del Sur. Me hablaban de miles de islas hermosas y fértiles, formadas por un animalillo llamado coral, donde el verano duraba casi todo el año, donde los árboles frutales ofrecían una cosecha constante de las más exquisitas frutas, donde el clima era casi perpetuamente delicioso, pero donde, en extraño contraste, los hombres eran unos salvajes feroces y sanguinarios, con la sola escepción de aquellas islas a las cuales había sido llevado el Evangelio de nuestro Redentor. Esas narraciones influyeron tanto en mi espíritu que, cuando llegué a cumplir los quince años, resolví hacer un viaje a los Mares del Sur.
La Isla de Coral
R. M. Ballantyne
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