-En Bristol -dijo Tom-. Hay que apearse.
El señor Trelawney estaba alojado en una posada algo alejada, abajo en el puerto, para poder supervisar las obras en la goleta. Allá teníamos que ir andando y, de camino, para mi gran deleite, recorrimos los muelles y pasamos junto a una gran multitud de naves de todos los tamaños, aparejos y nacionalidades. En una de ellas, unos marineros cantaban mientras se afanaban en sus tareas; en otra había hombres en la arboladura muy por encima de nuestras cabezas, colgados de cabos que parecían tan finos como el hilo de una telaraña. Aunque había vivido toda mi vida en la costa, me pareció que nunca había estado tan cerca del mar como entonces. El olor de la brea y de la sal era algo nuevo. Vi algunos de los más maravillosos mascarones de proa que jamás han surcado los oceános. También vi muchos curtidos mareantes con pendientes en las orejas y patillas de tirabuzones, coletas embreadas y sus torpes andares bamboleantes; si hubiera visto a otros tantos reyes o arzobispos no me habría puesto más contento.
Yo también iba a hacerme a la mar, a la mar en una goleta, con un contramaestre que tocaba el pito y marineros con coleta que también cantaban; a la mar, rumbo a una isla desconocida y en busca de tesoros escondidos
La isla del tesoro
Robert Louis Stevenson
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