El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje.
Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre. Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúdicos rieles. Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren retardaba tanto que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles, y ya iba hacia la adolescencia cuando Ramos Mejía me ofreció una calle sombrosa y romántica, con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de visitar y conocer a sus padres y el patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí, y como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo.
El jefe de estación, que era mi amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa enviaba un telegrama anunciándolas...
El tren
Santiago Dabove
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