jueves, 22 de enero de 2009

Diario de Oaxaca


Judith Haden. Cartel de Pancho Villa
Siete de la mañana. El sol se eleva sobre las colinas. Me siento en el comedor del hotel, extrañamente vacío y silencioso. El grupo se ha marchado a las cinco de la mañana para hacer un viaje de dieciseis horas a través de las montañas, cruzando un puerto a tres mil metros de altura hasta la vertiente atlántica, en busca de sus peculiares helechos, ¡sus helechos arborescentes!. He declinado acompañarles, a pesar de mis dudas. Pasarme más de diez horas en un vehículo traqueteante sería un tormento para mi espalda. Me encantan el paseo, la búsqueda de plantas, la exploración, pero estar mucho tiempo sentado en un vehículo, en cualquier parte, es una experiencia penosa para mí. Así pues, voy a tomarme un día libre que dedicaré a haraganear, leer, nadar y reflexionar sobre lo que estoy haciendo. Pasaré unas horas en la plaza central de la ciudad, el Zócalo, de la que tuvimos un atisbo el sábado y que me produjo el deseo vehemente de volver a ella.

Me he sentado a una mesa de la terraza de un café del Zócalo... Escribir como lo hago, sentado en un café, en una plaza agradable... Esto es la dolce vita. Me trae a la mente imágenes de Hemingway y Joyce, escritores expatriados que se sentaban en terrazas de La Habana y París. En cambio, Auden siempre escribía en una habitación aislada y penumbrosa, con las cortinas corridas para protegerse del mundo exterior y sus distracciones. (Un joven con una pancarta desfila delante de mí: "¡Confiesa tus pecados o Jesús no podrá salvarte!"). Yo soy todo lo contrario. Me encanta escribir en un lugar al aire libre y luminoso, y percibir a través de las ventanas todas las imágenes, los sonidos y los olores del mundo exterior. Me gusta escribir sentado en cafés, desde donde puedo ver, aunque a cierta distancia, la sociedad ante mí.

Diario de Oaxaca
Oliver Sacks

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