Por regla general hubiese preferido que mi mulo se hubiese mantenido al caminar un poco más hacia dentro y que no viajara siempre con una pezuña o dos por el precipicio, aunque me consolaba la explicación que lo atribuía a su gran sagacidad -lo cierto es que en otros tiempos había llevado cargas de madera muy ancha y el mulo no tenía claro si yo era de la misma especie y requería tanto sitio como ellas. Me condujo sin peligro, a su sabia manera, entre los puertos de los Alpes, y disfruté de una docena de climas cada día; estuve -como Don Quijote a lomos del caballo de madera- en la región del viento, ahora en la del fuego, después en la región del hielo y de la nieve que nunca se derrite. Aquí pasé sobre temblorosas cúpulas de hielo mientras debajo se oía el estruendo de la catarata; fui recibido bajo arcos de carámbanos de indecible belleza y, en las paradas, el dulce aire era tan vigorizante y ligero que me invitó a revolcarme en la nieve cuando veía hacerlo a mi mulo, pensando que sabía hacer mejor que yo lo que convenía. Llegamos a mediodía y a media hora del deshielo al tosco refugio de montaña que se encontraba en una isla de barro rodeada de un mar de nieve mientras la reata de los mulos y de los carros, repletos de toneles y fardos que habían estado en condiciones árticas a una milla de distancia, desprendían vapor de nuevo.
Dormí en casas religiosas y refugios inhóspitos de muchos tipos durante este viaje y, al lado de la estufa por la noche, escuché historias de viajeros que habían muerto enterrados por la nieve cuando estaban muy cerca de ser oídos...
Dormí en casas religiosas y refugios inhóspitos de muchos tipos durante este viaje y, al lado de la estufa por la noche, escuché historias de viajeros que habían muerto enterrados por la nieve cuando estaban muy cerca de ser oídos...
Traducción de Betty Curtis
Cuentos sobrenaturales
Charles Dickens
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