Y es que toda su trayectoria era notabilísima. Hijo de un cirujano veterinario, había sido reportero en los tribunales londinenses y luego se inscribió como camarero en un mercante que hacía la ruta de Buenos Aires. Había desertado, y de un modo u otro atravesó media Sudamérica. Desde un puerto de Chile logró llegar a las Marquesas, donde pasó un semestre viviendo de la caridad de aquellos nativos, siempre dispuestos a ofrecer su hospitalidad a un hombre blanco; luego consiguió mediente ruegos un pasaje en una goleta que hacía escala en Tahití, de donde viajó a Xiamen en calidad de segundo de a bordo de una vieja bañera que llevaba mano de obra, a las Islas de la Sociedad.
Aquello sucedió nueve años antes de que yo lo conociera. Después había vivido en China. Primero trabajó con la Compañía B.A.T., pero en tan sólo dos años se le hizo monótono el trabajo. Como había adquirido ciertos conocimientos de lengua china, pasó a trabajar para una empresa que distribuía medicamentos patentados a todo lo largo y ancho del país. Por espacio de tres años vagabundeó de provincia en provincia vendiendo píldoras. Al final, tenía ochocientos dólares ahorrados. De nuevo se dio a la deriva.
Comenzó entonces la más notoria de sus aventuras. Partió de Pekín y emprendió un viaje a través de todo el país, viajando disfrazado de pobre chino con su catre enrollado a la espalda, su pipa al estilo chino y su cepillo de dientes. Se alojó en posadas chinas, durmiendo en los Kangs de madera, bajo los cuales se introducía un brasero, apretado con otros caminantes y comiendo comida china. No es esta una hazaña desdeñable. Se sirvió poco de los trenes; la mayor parte del viaje la hizo a pie, en carreta, por los ríos. Atravesó Shenxi y Shanxi, recorrió a pie las ventosas mesetas de Mongolia, arriesgó el pellejo en la barbarie del Turquestán; pasó largas semanas con los nómadas del desierto, viajó con las caravanas que portan los adoquines de té prensado a través de la aridez del Gobi. Al final, cuatro años después, una vez gastado el último de sus dólares, llegó de nuevo a Pekín.
Aquello sucedió nueve años antes de que yo lo conociera. Después había vivido en China. Primero trabajó con la Compañía B.A.T., pero en tan sólo dos años se le hizo monótono el trabajo. Como había adquirido ciertos conocimientos de lengua china, pasó a trabajar para una empresa que distribuía medicamentos patentados a todo lo largo y ancho del país. Por espacio de tres años vagabundeó de provincia en provincia vendiendo píldoras. Al final, tenía ochocientos dólares ahorrados. De nuevo se dio a la deriva.
Comenzó entonces la más notoria de sus aventuras. Partió de Pekín y emprendió un viaje a través de todo el país, viajando disfrazado de pobre chino con su catre enrollado a la espalda, su pipa al estilo chino y su cepillo de dientes. Se alojó en posadas chinas, durmiendo en los Kangs de madera, bajo los cuales se introducía un brasero, apretado con otros caminantes y comiendo comida china. No es esta una hazaña desdeñable. Se sirvió poco de los trenes; la mayor parte del viaje la hizo a pie, en carreta, por los ríos. Atravesó Shenxi y Shanxi, recorrió a pie las ventosas mesetas de Mongolia, arriesgó el pellejo en la barbarie del Turquestán; pasó largas semanas con los nómadas del desierto, viajó con las caravanas que portan los adoquines de té prensado a través de la aridez del Gobi. Al final, cuatro años después, una vez gastado el último de sus dólares, llegó de nuevo a Pekín.
En un biombo chino
William Somerset Maugham
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