Alguna vez Kant confesó que ante la mesa de trabajo donde todos los días le reclamaban la primera sumisión sintió generosas ansias de fuga. La exposición de las ideas ajenas, la construcción de su propio pensamiento, eran una gran aventura, pero no una fuga. El cuadro rígido de las categorías del entendimiento, el imperativo moral, eran el molde y el hilo con el que iba "tejiendo el sueño" de su vida. Sus propias palabras dicen, pues, que la suya era la quieta aventura del tejedor, grande, sí, como la aventura de los cielos estrellados, en los que otra vez buscaría un cotejo para su imperativo moral, pero las generosas ansias de fuga eran hacia otra aventura, más sensible, más humilde: la del viaje.
Ya en la vejez, después de haber sostenido durante treinta años que sin el conocimiento sensible del mundo el hombre queda como limitado, el filósofo de Koenigsberg se resignó y dijo que ese conocimiento podía obtenerse hasta sin viajar. La ciudad donde pocos años más tarde moriría -la misma donde había nacido- tenía un puerto y un río por donde pasaban lentos, barcos cuyos tripulantes hablaban otras lenguas y tenían otras costumbres. También Koenigsberg era sitio propicio para el conocimiento del mundo. Hasta sin viajar, también Koenigsberg. Pero a pesar de ello, esperaba con avidez las cartas de Alejandro de Humboldt, viajero de quien todo el mundo "estaba como en suspenso"; y seguía hojeando las láminas de Blumenbach, que le mostraban animales raros; el cóndor, el colibrí, el perezoso, animales de América; y releía libros de aventuras en China, en el Labrador, en Nueva Holanda; y reproducía con el índice, en sus mapas, los itinerarios de Magallanes y de Cook.
Kant, profesor de geografía
Vicente Fatone
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