Si hay algo que propiamente pueda conocerse con el nombre de lectura, habría de ser una actividad voluptuosa y absorbente; debiéramos recrearnos en el libro, ensimismarnos, y emerger de la lectura con la mente colmada de la más viva y caleidoscópica danza de imágenes, incapaces de conciliar el sueño o de desarrollar un pensamiento continuado.
Por lo que a mí respecta, me gustaba que el relato empezase en una vieja posada al borde del camino, donde, "hacia el final del año 17...", unos caballeros con sombrero de tres picos jugaban a los bolos. Un amigo mío prefería las costas de Malabar bajo la tormenta, un barco que daba tumbos hacia barlovento, y un individuo ceñudo de proporciones hercúleas que recorría la playa a grandes zancadas; a buen seguro que era un pirata. Mi doméstica imaginación no llegaba tan lejos, y todo ello convenía a un lienzo mayor que el de las narraciones que yo apreciaba. Un salteador de caminos ya me hacía rebosar de felicidad; bastaba con un jacobita, pero el salteador de caminos era mi plato favorito. Todavía recuerdo el jovial estruendo de cascos en el sendero iluminado por la luna; la noche y la alborada se asocian aún en mi mente a las andanzas de John Rann o Jerry Abershaw; y las expresiones "el correo", "la gran carrera del norte", "mozo de cuadra", "rocín", todavía resuenan en mis oídos como poesía.
Traducción de Beatriz Canals y Juan Ignacio de Laiglesia
Traducción de Beatriz Canals y Juan Ignacio de Laiglesia
Ensayos literarios
Robert Louis Stevenson
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