Ahora, en Castelar -a unos treinta kilómetros de Buenos Aires- y en casa de unos grandes amigos -los Dujovne-, busco el recogimiento necesario para dar fin -¿será verdad?- a este segundo libro de mi Arboleda perdida, interrumpido tantas veces. Pero, entre el capítulo anterior y el que ahora voy a comenzar, ¡qué largo paréntesis, qué dos años pasados y plenos de mi vida, roto a Dios gracias aquel monótono estatismo, anclaje involuntario, propicio a la más esterilizadora sequía! ¿Qué lluvias, qué riegos bienhechores han mojado mis plantas, mis hambrientas raíces, haciéndome verdecer de nuevo, erguirme otra vez árbol capaz de abrir sus ramas y sus hojas al silbo de los pájaros y el viento? A vosotros os digo, álamos, casuarinas, cipreses, cedros y eucaliptos de estos bosques, la maravilla helada de los bosques polacos, el repique nevado de las campanas de Cracovia, el eco pastoril de las flautas en los valles rumanos, las selvas alemanas de abedules y pinos, el sol centrando el oro de las estrellas del Kremlin, la alta y limpia mirada, ya reposado el corazón, del hombre puro de esos pueblos. A vosotros, rosales del otoño, zinias brillantes de papel, dalias redondas como escudos, jazmines de pequeña nieve, a vosotros os abro los secretos de las flores de China, os cuento de la piel de sus muchachas, más suave y preciosa que la de todos vuestros pétalos; de las velas tendidas de sus juncos, mariposas enormes por las bandas de seda de sus ríos. He viajado, he visto rostros diferentes, cielos y paisajes distintos. Mapas lejanos han tenido a mi vista sus ignotos colores. Y ahora, a tantos miles de kilómetros, la sangre pasa por mi corazón llena de millones de ojos, de millones de voces, de millones de manos fraternales que me lo estrechan y entibiecen, dándole un nuevo ritmo, bañándolo anticipadamente de las palabras que han de seguir moviendo los recordados aires de esta mi Arboleda perdida.
La arboleda perdida
Rafael Alberti
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