Y cuando, al cabo del largo viaje, llegué a la Patagonia me sentí en ninguna parte. Aún más sorprendente: parecía seguir todavía en este mundo. Había estado viajando hacia el sur durante meses. El paisaje mostraba una estampa desoladora; pero no se podía negar que tenía detalles de interés y que yo existía en él. Pensé: "Ninguna parte" es un lugar.
Allá abajo, el valle patagónico se abismaba en la roca gris marcada por sus franjas prehistóricas y agrietada por las inundaciones. Más allá había una sucesión de colinas, talladas y cuarteadas por el viento que ahora cantaba entre los matorrales balanceándolos al compás. El cielo estaba azul claro. Una nube como un suspiro, blanca como una flor de membrillo, arrastraba la pequeña sombra de un pueblo o quizá del Polo Sur. Vi cómo se acercaba. Se onduló al cruzar las matas y pasó sobre mí, brisa fugaz, para continuar, arrugándose, hacia el este. Aquí no había voces. Sólo había eso, lo que contemplaba: y aunque más allá hubiese montañas y glaciares y albatros e indios, no había aquí nada de qué hablar, nada que me retuviese. Tan sólo la paradoja patagónica: flores diminutas en un vasto espacio; para permanecer aquí había que ser miniaturista o, si no, estar interesado en enormes espacios vacíos. No existía una zona intermedia de estudio. una de dos: la enormidad del desierto o la vista de una pequeñísima flor. En la Patagonia era preciso elegir entre lo minúsculo y lo desmesurado.
Allá abajo, el valle patagónico se abismaba en la roca gris marcada por sus franjas prehistóricas y agrietada por las inundaciones. Más allá había una sucesión de colinas, talladas y cuarteadas por el viento que ahora cantaba entre los matorrales balanceándolos al compás. El cielo estaba azul claro. Una nube como un suspiro, blanca como una flor de membrillo, arrastraba la pequeña sombra de un pueblo o quizá del Polo Sur. Vi cómo se acercaba. Se onduló al cruzar las matas y pasó sobre mí, brisa fugaz, para continuar, arrugándose, hacia el este. Aquí no había voces. Sólo había eso, lo que contemplaba: y aunque más allá hubiese montañas y glaciares y albatros e indios, no había aquí nada de qué hablar, nada que me retuviese. Tan sólo la paradoja patagónica: flores diminutas en un vasto espacio; para permanecer aquí había que ser miniaturista o, si no, estar interesado en enormes espacios vacíos. No existía una zona intermedia de estudio. una de dos: la enormidad del desierto o la vista de una pequeñísima flor. En la Patagonia era preciso elegir entre lo minúsculo y lo desmesurado.
Retorno a la Patagonia
Paul Theroux
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