Érase una vez un tiempo, que, a decir de algunos, todavía perdura. En ese tiempo, Holanda era mucho más extensa que ahora. No falta quien lo niega, pero también hay quien asegura que, si bien dicho tiempo ha existido, es ya cosa pasada. Si eso es cierto, lo ignoro. Pero sí puedo afirmar, porque lo he constatado personalmente, que la bandera holandesa ha ondeado en los puertos más altos de Europa. El Norte siempre ha estado situado en Dokkum, Roodeschool y Pieterburen, pero la frontera sur estaba muy alejada de Amsterdam y La Haya, hasta el punto de que para llegar a ella se necesitaban varias jornadas de viaje, incluso en automóvil.
Yo, aunque soy extranjero, todo eso lo sé muy bien y no pienso callármelo. Me llamo Alfonso Tiburón de Mendoza y soy inspector de carreteras de la provincia de Zaragoza, parte del antiguo reino de Aragón, España. En mis horas de ocio, escribo libros. Una parte de mis estudios la hice en Delft, gracias a una beca del Ministerio de Obras Públicas, y creo conveniente declarar de buen principio que los Países Bajos del Norte me han producido siempre miedo, un Miedo, que, a la usanza alemana, debería escribirse con mayúscula, como si se tratara de uno de esos elementos esenciales, el Agua o el Fuego, que, según la antigua filosofía natural, constituían la vida en la tierra. A esa mayúscula se vincula la sensación de estar metido en un reducto negro del que no es fácil escapar.
Qué era lo que me producía esa sensación no lo sé, pero tenía que ver tanto con el paisaje como con la gente. El paisaje del Norte sugiere absolutismo, como el desierto. Sólo que, en este caso, el desierto es verde y está lleno de agua. Pero carece de tentaciones, no tiene curvas ni redondeces. El país es llano, y eso da lugar a que la gente sea perfectamente visible, lo cual, a su vez, se refleja en el comportamiento.
Los holandeses no se tratan, se enfrentan.
Traducción del neerlandés de Felipe Lorda i Alaiz
Yo, aunque soy extranjero, todo eso lo sé muy bien y no pienso callármelo. Me llamo Alfonso Tiburón de Mendoza y soy inspector de carreteras de la provincia de Zaragoza, parte del antiguo reino de Aragón, España. En mis horas de ocio, escribo libros. Una parte de mis estudios la hice en Delft, gracias a una beca del Ministerio de Obras Públicas, y creo conveniente declarar de buen principio que los Países Bajos del Norte me han producido siempre miedo, un Miedo, que, a la usanza alemana, debería escribirse con mayúscula, como si se tratara de uno de esos elementos esenciales, el Agua o el Fuego, que, según la antigua filosofía natural, constituían la vida en la tierra. A esa mayúscula se vincula la sensación de estar metido en un reducto negro del que no es fácil escapar.
Qué era lo que me producía esa sensación no lo sé, pero tenía que ver tanto con el paisaje como con la gente. El paisaje del Norte sugiere absolutismo, como el desierto. Sólo que, en este caso, el desierto es verde y está lleno de agua. Pero carece de tentaciones, no tiene curvas ni redondeces. El país es llano, y eso da lugar a que la gente sea perfectamente visible, lo cual, a su vez, se refleja en el comportamiento.
Los holandeses no se tratan, se enfrentan.
Traducción del neerlandés de Felipe Lorda i Alaiz
En las montañas de Holanda
Cees Nooteboom
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