Un día, cuando aún estaba lejos de haber llegado a mi propia estatura, mi padre me hizo levantar muy de mañana, para tomar un tren y asomarme por vez primera a la mar. Quedé sobrecogido.
Estaba allí la mar, el mar, con su magnético, golpeante, venir y retirarse de las olas. Comprendí que era éste un dios distinto y que bajo sus aguas latía o respiraba un cuerpo inmenso. Era el pecho de ese cuerpo poderoso el que engendraba las olas y la espuma.
Después, volví a estar siempre al borde de los ríos: el Támesis, el Ródano o el Sena. El decurso del tiempo o de los tiempos me hizo sentir la irrenunciable llamada de la luz y bajé al sur. Vine al Mediterráneo, me afinqué en sus orillas, recorrí sus ciudades desde el Oriente Medio a las columnas de Hércules. Sentí que yo mismo -de otro origen- había sido siempre alimentado por este mar, por la paciente espera de su revelación.
Entré en Grecia con la emoción de quien pone su planta en lo sagrado, en tierras de Israel, de Palestina, de Túnez donde estuvo la indomable Cartago, de Marruecos que casi veo ahora desde el terrado de mi casa, de Venecia que tuvo con España o contra ella el señorío de este mar, de Trieste, de Split y de la costa dálmata, de Nápoles donde penetré en Cumas en el oscuro antro de la Sibila, que es uno de los centros de la tierra, de la Provenza pródiga en vientos y cielos luminosos, adonde llegaron desde lejos la Magdalena penitente y las Santas -Marías- de la Mar, de las largas costas de España que me acogen y en las que los fenicios y los griegos fundaron sus ciudades y colonias.
Estaba allí la mar, el mar, con su magnético, golpeante, venir y retirarse de las olas. Comprendí que era éste un dios distinto y que bajo sus aguas latía o respiraba un cuerpo inmenso. Era el pecho de ese cuerpo poderoso el que engendraba las olas y la espuma.
Después, volví a estar siempre al borde de los ríos: el Támesis, el Ródano o el Sena. El decurso del tiempo o de los tiempos me hizo sentir la irrenunciable llamada de la luz y bajé al sur. Vine al Mediterráneo, me afinqué en sus orillas, recorrí sus ciudades desde el Oriente Medio a las columnas de Hércules. Sentí que yo mismo -de otro origen- había sido siempre alimentado por este mar, por la paciente espera de su revelación.
Entré en Grecia con la emoción de quien pone su planta en lo sagrado, en tierras de Israel, de Palestina, de Túnez donde estuvo la indomable Cartago, de Marruecos que casi veo ahora desde el terrado de mi casa, de Venecia que tuvo con España o contra ella el señorío de este mar, de Trieste, de Split y de la costa dálmata, de Nápoles donde penetré en Cumas en el oscuro antro de la Sibila, que es uno de los centros de la tierra, de la Provenza pródiga en vientos y cielos luminosos, adonde llegaron desde lejos la Magdalena penitente y las Santas -Marías- de la Mar, de las largas costas de España que me acogen y en las que los fenicios y los griegos fundaron sus ciudades y colonias.
Elogio del calígrafo
José Ángel Valente
No hay comentarios:
Publicar un comentario