Tras diez años de existencia diaria encerrado entre las altas montañas y las orillas del lago, tuvo lugar ese milagro que aun recuerdo muy bien. Contemplé por vez primera el cielo abierto sobre mi cabeza y abarqué con la mirada todo el horizonte. Fué al doblar un recodo, mediada la ascensión, cuando apareció ante mí con toda su inmensidad. Sentí una gozosa sorpresa. ¿Tan grande era el mundo? Nuestra aldea estaba recostada en la hondonada, casi perdida a nuestros ojos, como una mancha insignificante a orillas del lago. Y las cumbres que desde el valle parecían muy juntas, se veían separadas desde la altura por muchas leguas de camino.
Entonces comencé a presentir la inmensidad del mundo y tuve la intuición de que allá lejos, detrás de las montañas, existían grandes cosas de las que yo no tenía ni idea. Y al solo pensamiento noté que temblaba en mi interior algo semejante a la aguja de una brújula y me sentí atraído por la nostalgia de la lejanía. Aquello me hizo comprender una vez más la belleza y el melancólico encanto de las nubes, acuciadas siempre, empujadas por el viento hacia horizontes infinitos.
Entonces comencé a presentir la inmensidad del mundo y tuve la intuición de que allá lejos, detrás de las montañas, existían grandes cosas de las que yo no tenía ni idea. Y al solo pensamiento noté que temblaba en mi interior algo semejante a la aguja de una brújula y me sentí atraído por la nostalgia de la lejanía. Aquello me hizo comprender una vez más la belleza y el melancólico encanto de las nubes, acuciadas siempre, empujadas por el viento hacia horizontes infinitos.
Peter Camenzind
Hermann Hesse
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