Rufo el Romano fue único habitante de la Torre de Babel, siglos después de que el templo de Marduk, construido dentro de ella, fuera abandonado. El brillo azul y oro de su techumbre se había extinguido, y las siete torres del telescopio gigante se iban desmoronando.
Rufo el Romano dormía en una pequeña celda. En el centro del templo estaba todavía la misma cama que cada noche ocupaba una mujer elegida por el dios, que no podía ser poseída por ningún mortal, y a la cual el dios venía en las horas nocturnas.
Rufo el Romano dormía en una pequeña celda. En el centro del templo estaba todavía la misma cama que cada noche ocupaba una mujer elegida por el dios, que no podía ser poseída por ningún mortal, y a la cual el dios venía en las horas nocturnas.
Aquella noche, Rufo el Romano sacó del cofre, como siempre, los ricos cobertores de seda bordados de oro, y tendió nuevamente el inmenso lecho. Mulló cuidadosamente las almohadas, y puso aceite en la lámpara discreta, que era la sola luz que se encendía en la Torre de Babel abandonada. Luego, en puntas de pies, se dirigió a la sombra, y escondido detrás de un cortinaje raído, se sentó a esperar.
La Nave de los Locos. Sortilegios
Pedro Gómez Valderrama
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